Recién a la tercera vez logra levantarse. La baja densidad del colchón lo obliga a resignar la almohada: siempre piensa en su cama como una banana que se inclina hacia arriba. Pone la pava eléctrica y se queda mirando por la ventana. Espera a que el ruido del aparato comience y se acerca al vidrio. Su nariz toca el cristal helado. Sopla varias veces para ver la trayectoria torcida de su aliento nasal empañando todo a su camino. Tiene el tabique torcido, pero no sabe por qué. Del otro lado de la ventana el verde se extiende hasta perderse en las montañas que hay enfrente. Son más de cinco capas de cerros, y le gusta imaginarlos dentro de un programa de diseño gráfico: diecisiete mil algarrobos acá, ocho mil cuatrocientos talas entre los dos del medio, una pelada con pasto cortado al ras por animales que aparecen cuando nadie ve, un cañadón en donde hacen nido cinco cóndores. Se sienta en uno de los sillones de la galería. Ceba el primer mate y mantiene el agua en la boca
Me acaricio el pelo, en mi dedo enrollo un mechón. Lo envuelvo hasta que no da más, y mi cuero cabelludo reclama su pertenencia. Estiro la mano, toco la pared. La pintura, extendida sobre el revoque fino, me recuerda la piel de una mandarina. Las mandarinas del patio de mi casa, cuando todavía existía ese mandarino, cuando todo era más simple. Todo era más simple y, sin embargo, nunca lo aproveché. Todas las mañanas me despierto con frío, quizás por la temperatura que desciende al dormir. Aunque me acueste con mil mantas encima, aunque duerma con calefacción. En los últimos días, al frío se le sumó una desolación terrible. Tan terrible que no me deja salir de la cama. Me tensa los músculos, me aprieta los dientes, me ensombrece el pecho. Es como un cuenco de bronce gigante e invisible que me aprieta el tórax, cada vez más fuerte. Amenaza con asfixiarme, pero sé que puedo respirar si me lo propongo. ¿Qué haría si la respiración no fuese algo involuntario, si dependiese de